lunes, 31 de marzo de 2008

C. K. Williams en ABCD - Columna de Ricardo Menéndez Salmón


Desde estas mismas paginas saludábamos en octubre del pasado 2007 la aparición, bajo el sello de Bartleby Editores, de Reparación, el primer libro traducido a nuestra lengua de un gran poeta, C.K. Williams. Concluíamos aquella lectura del escritor de Newark con la emoción propia de quien descu­bre una voz singular y con el deseo sincero de que Reparación tuviera continuidad.
El canto, servido de nuevo en mag­nífica traducción por Jaime Priede, prolonga la estancia de Williams en España y ratifica lo que su anterior li­bro insinuaba, la personalidad y vigor formidables de su escritura. Si Re­paración era un libro epifánico y, en cierta medida, consolador, El canto es un libro hermético y, hasta cierto punto, descorazonador. Las claves de este pesimismo habrá acaso que buscarlas en dos sucesos que ver­tebran el esqueleto emocional del libro: la derrota del amor, cifrabie en la inolvidable «Elegía a un artista», escrita a la muerte de un amigo del poeta, el pintor Bruce McGrew, y la derrota de la cordura, resumida en los poemas de la cuarta y última par­te, inspirados por los atentados de septiembre del 2001 y por sus pos­teriores (y terribles) consecuencias en todo el planeta.
En un universo desdivinizado (Wi­lliams, en un verso extraordinario, ha­bla del «dios que asumimos propio, que encontró bocas que hablaran por él, y luego se fue»), y apelando a ese «escrutinio ético» que Priede men­ciona certeramente en su prólogo, El canto posee algo de treno, de pavana fúnebre, de indisimulado homenaje a una edad (la vejez) y a una condición (el desencanto) desde las cuales ob­servar el mundo sin excesivo rencor, cierto, pero también sin demasiada ternura. Privilegio del artista que se ha asomado a la muerte y a la decep­ción de una razón en crisis, el canto se convierte así en el lugar físico aunque también simbólico donde se recluve la experiencia.
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Y aunque la salvación por el amor que ya se insinuaba en Reparación reaparece en este libro (hay un nue­vo poema a los nietos, «Sully, dieci­séis meses», y un bellísimo poema de amor físico: «Escala: II»), en ei lector sobrevive, quizá por situarse al final del volumen, una intensa sensación de derrota («Guerra», «Miedo» y «Caos» se titulan los tres primeros poemas de la cuarta parte), como esa poderosísima imagen de la lechuza muerta, emblema, no lo ol­videmos, de la filosofía, a la que Wi­lliams alude con la ataraxia del sabio escéptico: «Si la criatura al ser sepa­rada de su vida / hizo algún ruido, no lo oí» Palabra de maestro. •