PARQUE PARA DIFUNTOS
En el jardín germinan los cadáveres.
La pompa de la rosa
jamás, no, nunca es fúnebre.
Únicamente, al entreabrir sus pétalos
devuelve una de tantas
sonrisas que no, nunca, jamás se produjeron
y que la tierra se tragó nonatas.
Lo mismo
podríamos afirmar de las magnolias
respecto
al impreciso nácar de esas ingles
jamás, nunca, no vistas hasta ahora
con una opacidad tan delicada,
luminosa y sombría al mismo tiempo
(Pienso:
cuando tú hayas muerto,
¡qué flor será capaz de recoger
aunque tan sólo sea
una mínima parte
del perfil delicado de tu cuello?;
jamás, ninguna, nunca,
-pienso.)
La brisa,
al conmover las ramas del cerezo,
dispersa
una eyaculación de leves hojas blancas
sobre los ojerosos pensamientos:
así rerorna al aire un afán enterrado,
vuelve a latir, regresa
un perdido deseo.
Hay margaritas entre el césped -¡cuántas!
Circulan transeúntes macilentos
por los senderos soleados. Rezan
—luego existimos, creen. Pasan
sin escuchar el grito luminoso
de los lirios,
sin advertir el gesto
de las dalias doradas, que señalan
sus lúgubres figuras con sus múltiples dedos.
Pronto lo veréis todo a través de mi tallo
—susurra un nomeolvides—,
periscopio final de vuestros sueños.
Ángel González nació en Oviedo en 1925 y falleció la pasada madrugada en su dominilio madrileño.